Por Salvador Maldonado
El nuevo sistema de licencias de conducir ha sido presentado como un gran salto hacia la modernidad. La incorporación del código QR promete seguridad, trazabilidad y un documento “a prueba de falsificaciones”. En el papel, suena impecable.
Pero la pregunta es inevitable: ¿de qué sirve tanto avance tecnológico si no se vigila lo esencial? La verdadera raíz del problema no está en el plástico ni en el QR, sino en los exámenes. Especialmente en aquellos que rinden por primera vez, donde más que evaluar capacidades, muchas veces se abre la puerta a la pillería, al acomodo o, peor aún, al soborno.
Porque seamos claros: de nada vale presumir de licencias con sello digital si todavía hay “amiguis” dispuestos a entregar el documento sin que el postulante se sacrifique en estudiar, practicar y aprobar como corresponde. Esos arreglines, a cambio de favores o de unos “cochinos pesos”, ponen en riesgo a todos los que circulamos día a día por calles y carreteras.
La modernidad debe servir para fortalecer el sistema, no para maquillar viejas malas prácticas. Si los exámenes siguen siendo vulnerables, el QR será solo un adorno tecnológico que oculta la falta de rigor.
La exigencia es clara: el examen práctico y teórico debe ser real, serio y fiscalizado. Manejar un vehículo no es un trámite; es asumir una responsabilidad que puede costar vidas.
Mientras la corrupción y el pituto tengan más peso que la evaluación honesta, la licencia de conducir seguirá siendo, en muchos casos, un documento “legal” pero no legítimo. Y eso, en una sociedad que busca seguridad vial, es una deuda pendiente que no se paga con códigos ni con chips, sino con ética y control.












