Inicio Crónicas La avalancha que desnuda a una generación sin freno

La avalancha que desnuda a una generación sin freno

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Estadio Monumental, Santiago. La cancha aún no se seca del todo y ya hay sangre en las gradas. Dos hinchas de Colo Colo han muerto. No por la violencia directa de otro, sino por su propio desenfreno. Murieron fuera de los espacios seguros, buscando no se sabe qué: adrenalina, protagonismo, caos. Lo cierto es que terminaron siendo parte de una avalancha mortal que hoy tiene a todos preguntándose en qué momento perdimos el rumbo.

Fue una tarde de fútbol. De esas que prometen pasión, goles y fiesta. Pero terminó con sirenas, gritos y dos cuerpos sin vida sobre el cemento. Eran jóvenes. Muy jóvenes. Niños, dirán algunos. Fanáticos, dirán otros. Pero lo cierto es que no volvieron a casa.

Las imágenes no necesitan narrador: cuerpos empujándose, rejas cediendo, gritos que pasan del aliento al pánico. Un mar de jóvenes corriendo sin dirección, como si la cancha fuese la única salida de una vida que ya venía desbordada. No parecen hinchas, no parecen niños. A ratos, no parecen humanos. Hay una violencia en la mirada, una rabia acumulada que no se explica solo con fútbol.

No estaban en zonas habilitadas. No siguieron las reglas. No midieron el riesgo. Pero… ¿quién les enseñó a hacerlo? ¿Dónde están los adultos que debieron guiarlos, frenarlos, decirles que el fútbol no vale la vida? Porque esa es la pregunta que flota en el aire, más allá del polvo, los desmanes y el caos: ¿dónde están los padres de estos niños?

Esta no es una historia de fútbol. Es el retrato de una generación desbocada, que parece más interesada en destruir que en construir, más cómoda en el odio que en la pasión. Una generación que se lanza al vacío sin miedo, sin causa y sin freno.

Murieron porque nadie los detuvo. Porque crecieron creyendo que romper todo es parte del juego. Porque esta es una generación que grita más de lo que escucha, que empuja más de lo que abraza, que destruye antes de construir.

Y sin embargo, duele. Duele porque detrás del salvajismo había vidas. Sueños, familias, esperanzas que hoy lloran frente a un televisor o en la morgue. No eran criminales. Eran jóvenes sin rumbo, sin contención. Y ahora, sin futuro.

Sí, se salvan algunos. Los que salieron positivos, los que fueron a alentar con respeto. Pero entre tanta rabia, su presencia apenas se nota. La mancha es más grande. Y duele.

No basta con decir que “se lo buscaron”. No basta con culpar solo a ellos. Este es un fracaso colectivo: de padres ausentes, de instituciones débiles, de un país que hace rato dejó de mirar a sus hijos a los ojos.

Hoy hay dos muertos. Mañana, si no se cambia el rumbo, pueden ser más. Porque esto no fue un accidente: fue un síntoma. Y los síntomas no se ignoran, se enfrentan. Con coraje. Con verdad. Aunque duela.

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